Miguel Hernández (1910-1942) 32 años
Aceituneros
aceituneros altivos, decidme en el alma, ¿quién, quién levantó los olivos? No los levantó la nada, ni el dinero, ni el señor, sino la tierra callada, el trabajo y el sudor. Unidos al agua pura y a los planetas unidos, los tres dieron la hermosura de los troncos retorcidos. Levántate, olivo cano, dijeron al pie del viento. Y el olivo alzó una mano poderosa de cimiento. Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme en el alma ¿quién quién amamantó los olivos? Vuestra sangre, vuestra vida, no la del explotador que se enriqueció en la herida generosa del sudor. No la del terrateniente que os sepultó en la pobreza, que os pisoteó la frente, que os redujo la cabeza. Árboles que vuestro afán consagró al centro del día eran principio de un pan que sólo el otro comía. ¡Cuántos siglos de aceituna, los pies y las manos presos, sol a sol y luna a luna, pesan sobre vuestros huesos! Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, pregunta mi alma: ¿de quién, de quién son estos olivos? Jaén, levántate brava sobre tus piedras lunares, no vayas a ser esclava con todos tus olivares. Dentro de la claridad del aceite y sus aromas, indican tu libertad la libertad de tus lomas. rincón para el sol más grande, sepultura de esta vida donde tus ojos no caben. Allí quisiera tenderme para desenamorarme. Por el olivo lo quiero, lo persigo por la calle, se sume por los rincones donde se sumen los árboles. Se ahonda y hace más honda la intensidad de mi sangre. Los olivos moribundos florecen en todo el aire y los muchachos se quedan cercanos y agonizantes. Carne de mi movimiento, huesos de ritmos mortales: me muero por respirar sobre vuestros ademanes. Corazón que entre dos piedras ansiosas de machacarte, de tanto querer te ahogas como un mar entre dos mares. De tanto querer me ahogo, y no me es posible ahogarme. Beso que viene rodando desde el principio del mundo a mi boca por tus labios. Beso que va a un porvenir, boca como un doble astro que entre los astros palpita por tantos besos parados, por tantas bocas cerradas sin un beso solitario. ¿Qué hice para que pusieran a mi vida tanta cárcel? Tu pelo donde lo negro ha sufrido las edades de la negrura más firme, y la más emocionante: tu secular pelo negro recorro hasta remontarme a la negrura primera de tus ojos y tus padres, al rincón de pelo denso donde relampagueaste. Como un rincón solitario allí el hombre brota y arde. Ay, el rincón de tu vientre; el callejón de tu carne: el callejón sin salida donde agonicé una tarde. La pólvora y el amor marchan sobre las ciudades deslumbrando, removiendo la población de la sangre. El naranjo sabe a vida y el olivo a tiempo sabe. Y entre el clamor de los dos mis pasiones se debaten. El último y el primero: rincón donde algún cadáver siente el arrullo del mundo de los amorosos cauces. Siesta que ha entenebrecido el sol de las humedades. Allí quisiera tenderme para desenamorarme. Después del amor, la tierra. Después de la tierra, nadie. |
lunes, 23 de febrero de 2015
MIGUEL HERNÁNDEZ
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